Carta inédita de José Eustasio Rivera (*)

“El paisaje es monótono pero tiene a veces la llanura detalles bellísimos: palmeras de distintas clases se balancean eternamente, ya formando calles de varias cuadras de largo, ya distribuidas simétricamente alrededor de plazoletas enormes, que tienen en su centro un estero, zarco como una pupila, vigilado por parejas de garzas”

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El literato José Eustasio Rivera en 1910 en Cali acompañado de intelectuales vallecaucanos. Está sentado en el centro. De pie -izquierda a derecha- Guillermo Arana uno de los dos detinatarios de la siguiente carta inédita (Imagen propiedad del Fondo Archivo del Patrimonio Fotográfico y Fílmico del Valle del Cauca, Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero de Cali)

“Bogotá, febrero 22 de 1916

Señores Elías Quijano y Guillermo Arana

Cali

Queridos amigos:

Estas líneas, escritas de prisa los noticiarán de mi regreso de los Llanos, y al mismo tiempo les expresarán mi cordial agradecimiento por el amable telegrama de cumpleaños que se sirvieron dirigirme. Yo no olvidé en su fecha a Elías, pero aún me hallaba en la inmensidad de la pampa salvaje, lejos de las oficinas telegráficas y apenas pude recordar en su día al amigo ausente.

Imposible relatarles ahora todo lo que experimenté en aquellas soledades agobiantes, melancólicas, y fuera de ser infinitas y monótonas por lo imponentes.

Desde que el viajero remonta el último estribo de la cordillera oriental, ya al descender a Villavicencio, presiente la enormidad del paisaje hasta en el aire que respira, pues como Heredia, le acontece que a través de las distancias inconmensurables absorbe su nariz el olor penetrante de las resinas y de los pajonales onduladores: de repente al sesgar una quiebra, halla la inmensidad ante sus ojos, vasta, colosal, infinita.

El panorama tiene por límite el horizonte, y desde el nacimiento de la serranía se ven las curvas de los grandes ríos salvajes, como si alguien hubiera tenido el capricho  de ponerle a uno bajo los ojos un tablero que tuviera toda la perspectiva del Llano: el Guayuriba, el Ocoa, el Guatiquía, el Humea, el Meta se ven salir a la llanura y perderse luego a una distancia de más de sesenta leguas, bajo las brumas del límite desconocido.

A trechos se perciben las grandes cejas de montes que cruzan en las planicies desiertas, tan planas como un billar, y el ojo adivina en los pequeños puntos móviles que manchan al aire, la ondulación perenne de las palmeras sagradas.

Más allá de Villavicencio, población importante de calles empedradas, de luz eléctrica y acueducto, se extiende una selva de más de 30 kilómetros de anchura, que va desde los ejidos de la población, hasta el linde de los pajonales pequeños. Ese monte virgen tiene toda suerte de fieras, y en muchas partes es completamente desconocido.

Mientras lo atravesaba una mañana, cuando me dirigía con mis amigos cazadores al lejano Humea, vi repetidas veces las manadas de chigüiros y dantas, que huían por el camino, delante de nuestras cabalgaduras, sin hacer mayor caso a los disparos de mi escopeta, que rindió dos chigüiros enormes. Mis compañeros, tan cazadores como yo, seguían impasibles diciéndome: espera que salgamos al Llano.

Ah, eso es algo indescriptible. Las palmeras enormes suben sobre los pajonales talludos y altísimos, y donde la llanura ha sido quemada se ve en una distancia hasta de ocho o más leguas el retoño verde, tan tierno como los arrozales recién nacidos, en donde pastan los venados de “enramadas testas” en grupos de cuatro o más pares. Por el aire vagan los guacamayos charladores y loros reales, negros, blancos, verdes, rojos, amarillos, cremas, y en los esteros pasean garzas de toda pluma, patos semejantes a los gansos caseros, y el cogitabundo garzón soldado, de estilo rojo y plumaje blanco, que parece a la distancia un hombrecito que estuviera bañándose a la orilla de las aguas inmóviles.

Cada caño, nombre que los llaneros dan a grandes ríos, tiene una ceja de monte de cuatro o más leguas de anchura, pero los hay de pocas cuadras también. Allí toda clase de maderas “tiene su asiento”. ¡Pero qué asiento!.  Hasta 17 metros de diámetro miden los troncos de algunas ceibas y cariocares. Qué árboles para tener cepas tan colosales!. Bajo aquellos montes se puede andar a caballo, tan limpios y parejos son; pero en partes la maraña es tan intrincada, los guaduales son tan tupidos que solo dan refugio a culebrones enormes, a los lagartos y a las hormigas.

Puede uno garantizar que nunca han recibido aquellos parajes ni un solo rayo de sol. Los perros les temen, a los cafuches y zaínos no se atreven a penetrarlos aunque se vean acosados por la jauría. 

El paisaje es monótono pero tiene a veces la llanura detalles bellísimos: palmeras de distintas clases se balancean eternamente, ya formando calles de varias cuadras de largo, ya distribuidas simétricamente alrededor de plazoletas enormes, que tienen en su centro un estero, zarco como una pupila, vigilado por parejas de garzas. 

La Serranía, que se extiende desde San Martín hasta el Orinoco es cosa de 600 leguas, está formada por millones de cerritos cuya altura mayor alcanza a cuarenta metros. Estos cerritos de forma cónica y de cúspides planas, están tapizados por gramales de distintos colores, o son de arena gris, roja o negruzca, y están rodeados por otros tan pequeñitos que sólo tienen en su plano superior un pocito de agua o un par de palmitas.

Y se ven los conos, aquí, allá, al norte, al oriente, y por sus bases rueda a vecen un arroyo saltador y lleno de espumas; y es frecuente encontrar entre ellos: altas planicies, de varias leguas de largo, redondas como un circo y encerradas por las palmeras, con sus cerritos a los extremos, en forma de torres que hacen pensar en fortalezas y castilletes de civilizaciones extintos. Sus únicos habitantes son los venados, los pumas y el tigre, las águilas, los patos y los garzones.

El ambiente es tan silencioso que hace dar miedo; la Serranía tiene 180 millas de ancho y el que se aventure a explorarla, se pierde irremediablemente, porque todos los parajes son parecidos, y según la elevación de cada morrito, por un fenómeno inexplicable, cambia la perspectiva del horizonte. Sé de algunas expediciones de botánicos alemanes que se internaron en la Serranía y que no volvieron a salir jamás.

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Invitado por la familia Vásquez en enero de 1916 José Eustasio Rivera S. tuvo por vez primera contacto vivencial con los llanos al pasar vacaciones en la villavicense hacienda Quebraditas, cerca de la desembocadura del río Guatiquía en el Humea (Foto FAFO: exposición “La ruta de Rivera en el Llano”, 1988)

La hacienda de Barrancas, a dos jornadas de Villavicencio, de propiedad de los Vásquez, mis compañeros de cacería y anfitriones muy amables, estaba habitada por Rubén Vásquez, Montoyita (q.e.p.d.) una mujer y dos muchachos. La vecindad, lo que los llaneros llaman vecindad, queda a cosa de 15 leguas y es una fundación menos poblada que Barrancas. Hay vecindades de más de cuarenta leguas. 

Barrancas tiene más de 7.000 reses en las llanuras aledañas, que pastan a uno o dos días de distancia. Todo individuo anda a caballo por las sabanas, y aún por los montes; la vestimenta consiste en un calzoncillo y mal abotonado y una camisita ligera. Algunos en vez de sombrero se amarran la cabeza con un ´pañuelo colorado. Para andar por entre los pajonales se forra uno las piernas con bayetón y a veces sucede que las enormes culebras salen colgando de él, enredadas por los colmillos en las motas de lana. 

Yo adopté aquella vestimenta y anduve descalzo porque mis botines se me quedaron enredados en un zural desde el día siguiente al de mi llegada. Los zurales son enormes acueductos, acequias hondísimas cubiertas de pajonales que se cruzan en todos sentidos. Esta trabazón de canales se extienden en dos, tres o más leguas, y ay! del que caiga en uno de esos canjilones. Bajo lo pajonales hay aguas podridas donde medran las boas, los güios, las macarelas y los sapos, tan grandes como un cojín.

Quemado el pajal, queda al descubierto la red de acequias que se pierden de vista a lo largo y a lo ancho. Aunque estaba advertido del peligro, por no dar la vuelta de dos horas a buscar la cabecera del zuro, hice meter la mula para hacerle tiro a unos venados. El animal empezó a saltar de acequia en acequia, hasta que se resistió a seguir, pronto hundió la mano en un barrial tan negro, pegajoso y oreado como la brea. Acostado sobre la barranquita logré desensillar y empecé a darle látigo para que saliera. En vano. Y nadie a quien pedirle socorro, porque mis compañeros estaban muy lejos y la zanja me tapaba la mula. 

Comprendiendo que el animal podría quebrarse la mano me tiré al fondo y quedé hundido en el fango hasta las pantorrillas. Forcejeé más de media hora, presa de gran desesperación. Al final escapé al peligro, pero los botines se quedaron sepultados para siempre. La mula quedó manca por algunos días, y yo descalzo por todo el tiempo de la permanencia en el Llano.

Sólo después de haberse retirado de la casa ocho o más leguas, encuentra uno alguna madrina de ganado, que consta de 1.000 o más reses, a condición de que vaya a los dormitorios cuando está amaneciendo. Para esto se pone uno en marcha a las 3 de mañana, después de tomar un tazón de café negro sin dulce. 

Que grata sensación la que se experimenta en la inmensidad, llena de aires tan frescos y tan perfumados como un seno de virgen, en esa hora en que aún late en el cielo la claridad de las estrellas cercanas y empieza a iniciarse el crepúsculo matutino, que riega a distancia un vapor rosado, flotante en la llanura como un reflejo levísimo de incendios infinitos!

El horizonte se ensangrienta y dura más de una hora  despidiendo una semiluz atenuada, sobre la que se ven cabecear las palmeras de lejanía. El corazón se ensancha con una especie de palpitación afanosa, y el ojo hipnotizado ve aparecer la curva del sol, que emerge de los pajonales, redondo, colosal y color rojo vivo, y avanza hacia el viajero dando saltos enormes. De repente, después de tenerlo a cosa de treinta cuadras, se trepa al cielo y empieza su eterna gran pupila a iluminar los mundos recién despiertos. 

Empero, si es verdad que el ganado es muy andariego, conviene saber si va de cuando en cuando a los corrales a comer la sal, que se deja en grandes terrones sobre las piedras. Sólo los toros padres, de 60 a 80 arrobas de peso y una bravura increíble, permanecen esquivos, y cuando llegan a los corrales en altas horas de la noche, e inmediatamente se traban en lucha y derriban las cercas y aran el suelo con sus pezuñas, de manera que es necesario levantarse y hacer que los perros los pongan en fuga. 

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Episodios de ganaderías bovina y equina en su carta J. E. Rivera S. les cuenta a sus amigos Elías Quijano y Guillermo Arana (Imagen: “Un rodeo en los llanos” grabado del artista francés Riou, año 1879).

La raza de estos toros es de “Sebú”, y cada ejemplar parece nacido de búfalo  y elefante, tan grandes y fornidos son. Tienen una jiba colosal, hirsuta y movible, cuyos largos cadejos les caen a manera de crines y les prestan un aspecto de fiereza indómita nunca soñada. Uno de esos toros mató al hermano mayor de los Vásquez. Se le vino encima por entre un pajonal tupido, y con la cornamenta tan enorme como mis brazos lo engarzó por la quijada y lo desmontó del caballo., llevándolo en alto por sobre las marañas más de una milla.      

Los toros padres nunca se dejan ver en la manada. Ventean al hombre a distancia, y se ocultan; es peligroso entrar en un pajonal en donde se hayan escondido. Uno puede andar por entre vacada, sin que hagan las reses la mayor muestra de hostilidad. Al contrario, se acercan olfateando. Pero desde que uno se desmonta, es hombre al agua porque todo el ganado se le viene encima, vacas, ternerillos y toretes. El tigre los acecha de tarde en los dormideros. Mata a un toro o un ternerillo, e inmediatamente la vacada se pone en marcha acompasando su trote con bramidos, alta la cola y el ojo avispado. 

Pero no se derrotan en desorden, sino que se alejan en grandes grupos, rodeadas por los toretes, en busca de la casa, a donde llegan en altas horas bramando y atropellándose hasta entrar al patio, a los corrales, a las enramadas a los corredores, a la cocina, y es ver como aquellos animales aterrorizados se olviden de atacarlo a uno aunque lo vean andar a pie a su alrededor. 

Inmediatamente que se siente el tropel del ganado que llega, se amarran los perros, y ya al amanecer van dos vaqueros a buscar el sitio en donde el tigre hizo presa. Es muy difícil ir al punto porque la vaca cuya cría fue muerta, corre delante de los vaqueros dando bramidos y los conduce al lugar trágico en donde rondan mugiendo los grandes toros que se quedaron desafiando el peligro. ¡Cómo recordé mi soneto aquel en que pinto la lucha del tigre y el toro!. ¡Cómo se estremecían de júbilo los llaneros oyéndomelo recitar, y cómo se hacían cruces “porque uno pintara lo nunca visto”.   

El tigre arrastra la presa hacia los zurales o hacia los montes. Come las asaduras de ella, y se retira a vigilarla, con la cabeza puesta sobre las manos, de manera que puede sentir a grandes distancias el ruido de las pisadas del que se acerca, ya sea el perro, o el toro, o el hombre porque el suelo lo repite los pasos clara y distintivamente. Los vaqueros corren mucho peligro cuando acuden a ver el daño, pero se contenta con ver el punto donde la res fue muerta, y allí ponen los perros, al otro día. 

Ya leerán algo sobre la cacería del tigre en el periódico que publiqué tan emocionante lucha. Les envío “La Patria Literaria” en donde cuento mi aventura con los zaínos en los montes del río Ocoa.

Los ríos del Llano son tan puros como el cristal, lentos y mudos. Las más variadas clases de peces se encuentran en sus remansos, y hay algún millar  de cada especie en el más insignificante charquito. Ví el corpulento “Valentón” que llega a pesar hasta 21 arrobas, el “amarillo” no menos grande, la cachama. Un bocachico común pesa hasta 12 libras y tiene la escama más plateada que los de nuestros ríos del Tolima. El yamuz, el caribe, el coporo, el pipón, el sable, el temblador, la cuchara, la zapusra, el ciego, la corunta, el bagres, el bagre sapo, el corroncho, el iris, el caro-caro, se ven pasar por debajo de las aguas y volteándose bajo el sol, sin temer al hombre, ni a las redes ni a nada. 

Las tortugas de todos los tamaños se adormilan en lo arenales vecinos, a pocos pasos de los caimanes enormes, negros y hediondos, de papada llena de arrugas que se descuelgan a lo largo de la mandíbula, siempre abierta y voraz, es tan grande el número de estos saurios, que aún en el charco vecino a la casa, a cinco o seis metros de la cocina, salían a calentarse sobre la barranca, a pesar de que disparábamos desde el corredor sin errar el tiro.

La pesca es una diversión casi nula, por la facilidad que tiene en los Llanos. Es emocionante ver que el valentón o el pintadillo prendan en el guaral, anzuelo tan grande como un gancho de romana, cuyo cable mide más de cincuenta metros y cuya carnada consiste en un atado de fique ensangrentado, o un trapo cualquiera o un bocachico regular, o en una naranja agria, tan grande como las totumas de tierra caliente. Prendido al que levante grandes oleadas y recorre el charco de norte a sur, subiendo los chorros y azotando las playas, mientras el pescado acompañado de cinco o seis hombres le van dando cuerda por los arenales abajo, sin que sea raro que un pez tan crecido les quite el anzuelo o les voltee la canoa los que entran a arponearlo cuando ya está rendido, en la orilla. 

Pescar con tacos de dinamita, sin desperdiciar el pescado, pues se matan centenares, sin que uno resuelva coger más que una o más cachamas; el pescado de mejor gusto que hay en el Llano, cuyo peso, fluctúa entre una y dos arrobas. Todos los días se pesca, cuando no caen en el anzuelo algún valentón sí cae se cortan unas cuantas libras de carne de lomo, y lo demás se deja a los caimanes y a las babillas o cachirres.

En las playas vagan los chigüiros en manadas de cincuenta o más. Estos puercos acuáticos son tan grandes como los cerdos comunes, y zambullen en los grandes charcos aunque se mantienen de pasto, gramas, hojas y cogollos de pindo, frutas, lombrices. Es curioso ver la manada que avanza por un arenal sin hacer caso del tirador que lo fusila a pocos metros de distancia, aunque sabe que esos animales son de mal gusto y no comen su carne sino los perros.

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A lo mejor algunas experiencias vividas por José Eustasio Rivera S. en la hacienda Quebraditas, relatadas en la escénica carta de febrero de 1916, le sirvieron de inspiración para sonetos de Tierra de Promisión (1921) y para situaciones de La vorágine, novela cuya primera edición salió el 25 de noviembre de 1924 (Grabado “Los pájaros garrapateros en los llanos” autoría del francés Riou 1879).  

Un día que andábamos de acaballo hicimos embarcar una manada de más de ciento, que venían playa abajo. Los perros destriparon algunos, y mientras se quedaban devorándolos, aprovechamos la oportunidad para lanzar la partida a un charco profundo, en donde fue atacado por los caimanes que saltaban azotando la penca sobre las aguas y dando ronquidos medrosos; pero fueron tan poco afortunados, los chigüiros se les fueron todos, pues sólo vimos que cogieran a dos al salir a la orilla, y eso porque estaban mordidos por los perros y se habían desangrado mucho.

El 28 de enero, día siguiente al de la cacería de los zaínos que hice yo solo en un monte por donde vagaba descalzo, maté dos dantas en una vega cercana a la casa, y sólo, llevamos una para sacar el cuero y un poco de carne. Ya estaba yo cansado de matar tantos animales a quemarropa, que llevaba a la casa para mostrarlos, pues bien sabía que se los echaban a los perros, después de despresarles los cuartos delanteros con cuero y todo.

Hubo vez que llevara yo siete pavas muertas y dos paujiles enormes, que quedaron en la cocina llenándose de hormigas, hasta por la noche, que las aprovechamos poniéndolos de carnadas en los anzuelos. Hay razón para desperdiciar la caza, pues todo lo que se mata, aunque se sala muy bien, se llena de gusanos a las pocas horas y entra en descomposición en menos de un día. Sin embargo se come carne frita en aceite que se extrae de los huevos de las tortugas, o en aceite de seje o mil pesos. La comida consiste en plátano frío, verde y maduro, yuca cocida, pescado, huevos de tortuga, carne y  café negro y cerrero. El almuerzo y el desayuno en nada se diferencian de la comida.

El 29 de enero convenimos en ir a cazar una tigra parida que hacía daños en el ganado a más de seis horas de la casa, y por motivo de haberse herido un perro de los mejores, la aplazamos para el lunes siguiente. A ese perro lo hirió un hojarasquín del monte, especie de oso hormiguero enorme, de los mismos que exhibieron en Bogotá. Alcanzado por el perro que se puso en guardia y le abrió una oreja de un arañazo, pero eso no lo libró que otro perro le arrancara el guargüero de un mordisco y lo arrastrara varios metros mientras la jauría toda lo destripada. El hojarasquín de monte abunda en los Llanos y se conoce con el nombre de oso pajizo.

Ese mismo día me dieron el gusto en quemar una sabana y le prendimos fuego como a las 11 a.m. Qué cosa tan colosal, tan imponente y medrosa. El fuego en un llano de esos evoca el incendio de Roma, el de Numancia y todos los incendios más célebres de la tierra. Ya leerán la descripción que publicaré pronto. El fuego lo inunda todo y dura dos o tres meses quemando las sabanas intérminas, hasta que llega a la orilla de un río que lo detiene. Ha sucedido que las quemas de los Llanos de Achagua, en Venezuela, han pasado a nuestro territorio y se han mantenido en su intensidad desde noviembre hasta abril, que es el tiempo de las lluvias, después de haber recorrido más de 800 leguas. 

A las 10 de la noche sentimos una tormenta extraña y un resplandor rojizo entraba hasta nuestras hamacas. Levántense que la candela se acerca, fue el grito del mayordomo desde el corredor, veíamos un reflejo de sangre sobre el horizonte , y en menos de media hora pasó el fuego por frente de los corrales, prendiendo cuanto abarcaba la vista y con una rapidez tan vertiginosa que, aunque estábamos listos para no dejar prender las ramadas, el calor y el humo solos nos sacaron corriendo. A poco momento la candela huía hacia el Humea describiendo una línea de llamas que se perdía en la sombra trágica de la noche.

Las llamaradas tienen más de cincuenta metros de largo, media cuadra, media cuadra poco más o menos, y desprendidas del incendio vuelas solas, adelantándose grandes trechos a incendiar las palmeras y los pajonales a la redonda. Pasaron por frente de la casa sin causar daño ninguno, gracias a que soplaban vientos contrarios. 

Montoyita, el mayordomo, que tanto me quería, me dijo: acostémonos, doctor, que ya la candela no hará más que calentar a los muertos que están enterrados junto a la corraleja. Y se puso a mostrarme los sitios donde años atrás abrieron sepulturas, y dijo. Dios y María me libren de quedar enterrao pues aquí no hay quien le rece a uno ni un padrenuestro. Mi pobrecito nunca imaginaba que al otro día nos tocaría enterrarlo en el mismo punto.

Porque al otro día, a las seis de la mañana se nos ahogó Montoya, en un charco vecino a la casa. Después de tirar el taco de dinamita a las cachamas en su remanso, mientras que los dos muchachos que lo acompañaban cogían las que iban saliendo a flote, cayó el pobre Montoya al agua, y, probablemente paralizado por el temblador, que es un pez eléctrico que inmoviliza cuanto toca, se hundió en el charco cristalino y silente, y sin dar un grito, -corrieron los muchachos a ver qué le había sucedido, y sólo vieron los cabellos del ahogado que se movían bajos las corrientes, mientras el cadáver se encallaba en los guaduales. 

De allí lo saqué yo, cuatro horas después cuando los pescadores corrieron a buscarme a las sabanas para darnos la triste noticia. Si yo hubiera estado presente, nunca se hubiera ahogado el pobre Montoya. Ni me hubiera tocado extraerlo del fondo y llevarlo en peso a la casa para tenderlo en la salita, sobre un banco de carpintería, a cuya cabecera prendimos una lámpara de petróleo, mientras los dos muchachos cavaban la sepultura llorando, fuera de los corrales, en el mismo sitio en el que la noche anterior se había estremecido ante la idea de quedar enterrado, sin que nadie le rezara ni un padrenuestro. Pero yo sí recé por el pobre muerto.

Al otro día emprendí marcha a Villavicencio, y solo, cargado de penas mientras triste, con miedo de perderme en unas inmensidades, sin poder olvidarme del ahogado, a quien recordaba ya cuando me llevaba en café cerrero a la hamaca, ya cuando se echaba a corretear los venados que yo rendía; y lo veía también tendido sobre el banco tosco, con los ojos abiertos por el espanto de la muerte, el bigote desarreglado y la boca contraída en una mueca de desesperación.

Conformación urbanística de Villavicencio en 1916 cuando José Eustasio Rivera S. vino por primera vez a los llanos. Dos años después regresó de paso para Orocué, Casanare, a ejercer su profesión de Abogado.

Todavía creía sentir en mi epidermis el roce de la carne del muerto cuando rebullido bajo las aguas traslúcidas lo agarré del pelo y de la cintura, y después cuando sobre el arenal lo comprimía con mis rodillas para hacerlo arrojar el agua, en la esperanza de que aún pudiera hacerlo vivir.  Y sobre todo me perseguía el recuerdo de que ya al descenderlo al hoyo, cayó de medio lado, por lo que bajé a enderezarlo y a taparle la cara con mi pañuelo para que no se le llenara de tierra, y me alejé con los ojos llorosos para no verlo.

Como ya los tendré cansados de esta carta, suspendo la relación de mis aventuras…, acuérdense de este amigo que los abraza, no sin pedirles excusas por lo mal zurcido de estas líneas, que han sido estampadas al correr de la máquina, sin orden, ni cuidado ni pulimento. 

Atentamente

TACHO”

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Adenda:

En el año 1987 la Revista Pre-textos de la ciudad de Neiva al insigne literato José Eustasio Rivera Salas le dedicó su edición No. 100. Entre los documentos contenidos en las páginas 14-15 y 16 está la anterior extensa carta inédita (*) transcrita para esta publicación.

Al año siguiente se celebró el centenario del nacimiento del autor de La vorágine motivo por el cual en Villavicencio la Fundación Archivo Fotográfico de la Orinoquia -FAFO- con el apoyo del Banco de la República realizó la exposición fotográfica La ruta de Rivera en el Llano producto de juiciosa investigación documental y en territorios.

La carta inédita publicada por la Revista Pretexto fue insumo importante en la reconstrucción de los recorridos que por sectores de Meta y Casanare realizó José Eustasio, o “Tacho” como le decían familiares y amigos,    

E:\JE Rivera carta Pretexto.jpg

Nota: Agradecimiento especial para el antropólogo Luis Francisco López Cano por facilitar la joya fotográfica que aparece al comienzo de la recatada lírica carta inédita de José Eustasio Rivera Salas.

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