“La vida aldeana era tranquila y rutinaria. De cuando en vez llegaban familias nuevas con intenciones de quedarse, o personajes importantes que hacían escala de paso para el llano adentro, como los congresistas encabezados por el después presidente de la República Miguel Abadía Méndez quienes hacia 1904 en condición de confinados pasaron a cumplir destierro político en Orocué, puerto sobre el río Meta”.
Al entrar los años novecientos Villavicencio era una pequeña aldea asentada al pie del cerro que cuarenta y ocho años después por idea del padre Eliseo Achury y de los feligreses sería dominado por la gigante estatua de Cristo Rey. Su perímetro urbano no se extendía más allá de tres o cuatro cuadras alrededor del parque central.
Por los contornos había mucho monte y era común mariscar cajuches hasta en las mismas calles. Buen cazador, con s y con z, resultó el francés padre Mauricio párroco y autor del libro “Lo que nos contó el abuelito” publicado en 1942.
La vida aldeana era tranquila y rutinaria. De cuando en vez llegaban familias nuevas con intenciones de quedarse, o personajes importantes que hacían escala de paso para el llano adentro, como los congresistas encabezados por el después presidente de la República Miguel Abadía Méndez quienes hacia 1904 en condición de confinados pasaron a cumplir destierro político en Orocué, puerto sobre el río Meta.
Esa misma ruta en 1918 la recorrió José Eustasio Rivera a ejercer su profesión de abogado en dicho pueblo casanareño.
En el Villavicencio de antaño las viviendas fueron construidas con adobe y bahareque, las de dueños con holgura económica cubiertas con astillas de madera sobrepuestas y las de los pobres con hojas de bijao o palma de maraya.
El mayor índice de mortalidad entre los habitantes lo causó una serie de males con populares nombres como: fiebres perniciosas, la buenamoza, el colerín, cólicos misereres y gripas; otros murieron simplemente “de repente”.
Todos tuvieron su última morada en el antiguo cementerio en el cual décadas más tarde construyeron los colegios Francisco de Miranda y Centro Cultural separados por la avenida del Llano.
En los tiempos primeros del siglo XX los niños recibieron educación primaria pública en la escuela de varones levantada en el lote que ha ocupado el edificio de la gobernación y las niñas en la escuela de las hermanas de La Sabiduría edificación que conserva en la primera planta su arquitectura original.
Como relativamente todo era tranquilo el lugar no necesitaba de una organizada fuerza policial. Un pequeño grupo de voluntarios o policías cívicos armados con pedazos de varilla de hierro guardaron la paz hasta que a raíz del homicidio cometido por Alcides Galvis, “el caratejo”, quien en 1922 de un balazo eliminó a Oliverio Reina.
Entonces llegó refuerzo uniformado a controlar los ánimos despertados por este crimen, alteración que incluyó corte de las líneas telegráficas.
Durante varios años funcionó la cárcel de varones en los patios de la alcaldía, y la de mujeres en el lote que ocupa la escuela Concepción Palacios.
Sin lugar a dudas uno de los barrios más antiguos es El Espejo sector de la Beneficencia -nombre del edificio que ahora es sede de la alcaldía-, por allí en los años veinte se instalaron las primeras chicherías cuyas propietarias eran las señoras Benilda, Peregrina, Mariana y Leonarda.
En esos negocios se congregaban los señores a hacer tertulias. No es nada extraño que algunas damas acudieran –a escondidas- a tomarse sus chichitas.
Apunta Rafael Mojica G. en su cuento Juanita Campanas, que “en el Llano fundan los pueblos los conservadores y los curas y los hacen progresar los liberales y las putas”. Lo anterior para contar que nuestra capital tuvo oficialmente su zona de tolerancia como en el año 29, se denominó El pedregal y quedaba al otro lado del caño Gramalote, barrio Barzal bajo.
No quiere decir que anterior a este lugar algunas damiselas les prestaran sus servicios a los solteros y a los casados infieles del pueblo.
Quizá los mejores clientes de “El pedregal” llegaron a ser los vaqueros que concluían acá sus agotadores viajes de vaquería iniciados cuarenta y más días atrás en Arauca y Casanare. Después de tanto trabajo merecían esparcimiento, licor y lo más importante: cambio de monturas por otras más complacientes.
Parece ser que como medida para provocar desarrollo urbano la zona de tolerancia se trasladaba a sectores periféricos del pueblo con nombres populares para nada relacionados con su actividad.
Así el pueblo tuvo “el platanal” y “el guayabal”. En esta última ubicación fue todo un personaje “la medio mundo” mujer de quien se rumoraba por aquellos días que pagaba para que le llevaran muchachos vírgenes para ella dejarlos sin lo último.
Famoso también resultó el kiosco bailadero “Las mechudas”, negocio que desapareció por un incendio ocurrido en una Semana Santa, incidente que fue muy lamentado por la asidua clientela masculina. Allí, muchos jóvenes bien la pasaron de lo rico despilfarrando la fortuna de sus familias.
Muy colaboradoras con las causas patrióticas fueron las damas de Villavicencio, ya que en colecta pública obligatoria –no anunciada- durante unos bazares en el parque central, el Tesorero municipal recaudó, mejor dicho confiscó, las prendas de oro: zarcillos, cadenas, etc., que las señoras lucían elegantemente en tal evento.
Dichas joyas fueron al Tesoro Nacional para comprar armas durante el conflicto de Colombia con Perú, en el año 1932.
Siguiendo con el tema de la guerra, en la violencia desatada en los cincuenta el ciego apasionamiento político causó en la localidad meses de tensión y muchos muertos liberales en las calles.
Se pusieron de moda los destierros bajo sentencia y las bombas arrojadas a las viviendas de los pocos ciudadanos seguidores de esa ideología que quedaban en el poblado.
Por motivos de censura nacional solo circuló El Siglo, periódico que era anunciado por una fanática vendedora quien calle arriba y calle abajo gritaba ¡el santo Siglo, el santo Siglo!.
Cierto día de 1928 los provincianos moradores asombrados vieron arribar el primer avión conducido por el capitán Camilo Daza, aparato que aterrizó en los potreros de El Barzal.
Tres años después apareció rodando por las calles que circundan el parque central un automóvil que desde Bogotá llegó desarmado, esto porque la carretera quedó abierta en los comienzos de 1936.
El vehículo fue armado y conducido por Gabriel Becerra. Por algunos centavos los parroquianos podían montar y disfrutar de una vuelta al parque.
Durante varias décadas la población tuvo su personaje leyenda. En torno a él la habladuría popular tejió una serie de historias fantásticas que concluían con la hipótesis de que don Chucho López, nombre con el que se le conoció, tenía pacto con el diablo debido a la gran riqueza que poseía, principalmente casas y terrenos.
Este señor, oriundo posiblemente del Oriente de Cundinamarca, montaba una mula de la que se decía ser la única conocedora del sitio en donde su dueño enterraba oro y dinero efectivo.
Chucho López vestía ropa de dril (pantalón y saco), franela de algodón y sombrero sembrado hasta la frente. Montaba con las manos puestas sobre la cabeza de la silla. Al monótono paso animal recorría calles y los caminos que llevaban a los potreros suyos en las vías a Caños Negros y a Restrepo, en los cuales hoy se levantan barrios como el Veinte de Julio y Caudal Oriental, entre otros.
Gracias el padre Mauricio –de origen francés- los villavicenses vieron cine mudo en un improvisado teatro que quedaba en los patios de la casa Montfortiana, hoy Banco de la República, sala que llevó el nombre de Verdún. Posteriormente el turco Miguel Salomón abrió el Teatro Real que años más tarde se llamó Iris.
Saltando a los años sesenta la juventud pudo –gracias a don Manuel Calle Lombana- vibrar con las películas de sus ídolos precursores del movimiento rock, proyectadas en la pantalla del teatro Macal. Algunas veces se pagó la entrada a cine con tapas de Pony Malta.
Eran esos sanos tiempos los mismos de los matinés y empanadas bailables al calor de Coca Cola con ron, de los paseos al caño El Buque a traer sarrapias, al río Guatiquía, a Pozo veinte, a la Tina, y a comer golosinas en las panaderías La Granjita y el Noventa y Tres.
Épocas de las grandes reuniones sociales y políticas en la Quinta Villa Julia y en el grill del Hotel Meta. De los marciales desfiles estudiantiles en fechas Patrias a los acordes de las marchas ejecutadas por la Banda Santa Cecilia o Departamental dirigida por el maestro Pedro Ladino.
Tiempos de las solemnes procesiones de Corpus Cristi con altares vestidos en las principales esquinas del centro, como en los cruces de la calles de las: Funerarias, Notarías, Puñaladas, Talabarterías y del Resbalón.
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Nota: este texto se publicó por vez primera en la Revista Trocha edición # 171, mes de abril de 1990. Después, en el documento “Historias Arrebiatadas” de mi autoría y patrocinado por el Instituto de Cultura y Turismo del Meta, año 1994. A la versión que acaba de leer le realicé pocos ajustes.
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Excelentísimo Oscar, gracias. Muy pertinente y emotiva recordación.
Queda pendiente nuestro desaparecido patrimonio inmueble El Teatro Cóndor decada del 40.
Hacia los 60 tener presente los inolvidables concursos de pintura, teatro de la entonces extencion cultural del Meta, dirigida por el maestro Elias Pardo y en equipo con Manuel Giraldo.
Gracias y felicitaciones
Excelente artículo Óscar. Solamente quiero expresar que la famosa frase que le atribuyes a a Rafael Mojica, el la tomó de su autor original Carlos Enrique Garzón, el padre de nuestro querido amigo Carlos Enrique Garzón González (El mono Garzón).